03 de març de 2016
Han pasado a la historia besos como el captado por Doisneau ante el Ayuntamiento de París; el que inmortalizó Eisenstaedt en Times Square cuando finalizó la II Guerra Mundial o aquellos besos tan rojos de Breznev y Honecker... aunque quizás ninguno como el del Klimt, tan casto como delicadamente sensual. Ahora tenemos para integrar en la galería de los grandes besos de la historia el que protagonizaron Pablo Iglesias y Xavier Domènech en el Congreso de los Diputados el miércoles durante el debate de no investidura (al menos eso parece hasta hoy) de Pedro Sánchez.

Es difícil catalogarlo si es que debiera catalogarse, aunque la espontaneidad no sería una de sus connotaciones inequívocas. El beso de Iglesias y Domènech ha dado la vuelta al mundo como el único momento de cariño en el que probablemente haya sido el debate de investidura más áspero de la democracia en España. Y repasando la escena y el escenario y las reacciones que se han producido, quizás haya sido una buena idea de Iglesias, aunque no tanto pensando en el efecto de marketing político que íntimamente perseguía el líder de Podemos, sino para que consideremos en una reflexión personal y honesta, si es que debiéramos hacerla, nuestra posición individual, primero ante una manifestación de cariño entre personas del mismo sexo y de que ese gesto se haya producido en un marco donde hasta ahora sólo ha habido formalidad alcanforada. Después de aquel entrañable "váyanse ustedes a la mierda" y del lúdico Candy Crash llegan al Congreso los bebés, las rastas, los tejanos, las mangas de camisa, los pendientes en las orejas de los diputados, las coletas masculinas, los puños en alto y los besos en la boca de señorías del mismo sexo.

En realidad puede que no sea más que una manera eficaz de marcar diferencias de forma visual y generar una imagen de cercanía, pero esa no es ahora la cuestión; dejemos al margen la intencionalidad, la teatralización, los gestos como herramienta de venta de ideología. Pensemos en nuestra relación emocional con el parlamento, los parlamentos, como símbolo, como templo en el que se desarrolla la liturgia de la democracia. Pensemos en si debe el Congreso mantener la seriedad y credibilidad que pretende garantizar la formalidad, la confianza que proporciona lo inamovible, esa zona de confort que son las convenciones, o si debe el Congreso desabrocharse el cuello de la camisa, deshinibirse, oxigenarse con la realidad de la calle que la calle ha votado, o si es necesario buscar un lugar de encuentro. Siempre las dos españas.