"He llegado a pensar que ya jugaba en el vientre de mi madre"

Publicat el 04 de novembre de 2016 a les 20:49
Llegó a Jugadores Anónimos "totalmente derrotado", con mirada vacía y ojos vidriosos porque su pensamiento "sólo estaba fijo en el juego". Hasta que su pareja le anunció que lo dejaba; pero antes, la mujer abrió un resquicio a la esperanza y fue ella la que encontró el teléfono de contacto. "Y vine y aquí sigo", cuenta Agustín, un hombre que no juega desde hace más de tres años. La abstinencia pudiera parecer oasis pasajero, habida cuenta de que Agustín tuvo las apuestas como pilar fundamental de su vida "durante cuarenta años largos". Pero no lo es.

"He llegado a pensar que ya jugaba en el vientre de mi madre", comenta. Su abuelo, prosigue, "era jugador y maltratador; volvía a casa después de trabajar fuera durante tres o cuatro meses y se reventaba en el casino todo lo ganado". Agustín, de 68 años, dice haberse visto muchas veces "en una parte de él", del abuelo apostador.

Agustín es un jugador patológico de manual. "Pensaba que iba a jugar una hora, o veinte minutos, y a veces ni iba a trabajar", relata. Las tragaperras imantaban su vida y perdía la noción del paso del tiempo, pero el tiempo pasaba y él llegaba a casa a la hora en que arribaba habitualmente, como si tal cosa. Pero no de venía de trabajar. "Luego recuperaba la jornada laboral otro día, porque podía hacerlo", añade. Mentira tras mentira hasta la verdad final.

La larva de la enfermedad crecía, pero Agustín no contrajo deudas financieras monumentales, pues el banco le detraía el pago de la hipoteca poco antes del cobro de la nómina. Una suerte, dice. Pero él no se iba a casa sin echar el último euro a la máquina, sin satisfacer una vez más la compulsión paralizante. A veces no le daba ni para comprar la barra de pan que debía adquirir para la familia. Si debía dejar un bar porque cerraba sus puertas, allí estaba él al día siguiente con la intención de seguir y seguir, en busca del resarcimiento.

Largo trecho
Sabe que el trecho es largo. Mejor, que no hay trecho por delante y sí vida dilapidada por detrás, que el futuro se llama "veinticuatro horas", mantra diríase que terapéutico de los jugadores que se reúnen para respaldarse. Pero se le ve sano y confiado, sonriente. "Con tres años y pico sin caer, creo que puedo hacer algo de balance", señala. Y lo hace: rememora su derrota, su adicción, sus horas y horas quemadas ante las máquinas, "la pérdida de control", el momento en que la adicción, si podía empeorar, empeoró. Agustín se desbocó al enviudar, hace once años. Nadie sujetaba las bridas de su existencia. Se despeñó. "La distancia con mis hijos se agrandó", dice. "Enloquecí", añade, sin tapujos. Transcurrido el tiempo, rehizo su vida sentimental, pero la compulsión le podía, le seguía pudiendo, lo carcomía. Hasta que llegó el ultimátum y su pareja localizó el punto de luz en el grupo de jugadores.

"Mi vida ha cambiado. Intento gobernarla yo. Me siento otro. Me calma estar sin jugar. Recuerdo cada día quién soy, de dónde vengo y a qué lugar quiero ir", asegura ante sus compañeros, ante los que considera sus "hermanos".