Las cuatro estaciones según Benedetti (verano)

Publicat el 11 d’agost de 2017 a les 19:51
Estrecho de Gibraltar, 17 de mayo de 1943

Viajamos hacinados casi doscientos soldados en la bodega de un barco que ha zarpado a las seis de la mañana del puerto de Tetuán. Volvemos a casa, algunos con un permiso de dos semanas, y otros, la mayor parte, licenciados y embrutecidos después de dos años de servicio militar en el Norte de África. El temporal de levante persuade a aquellos que tienen la intención de fumar en cubierta, y fuman dentro. El humo del tabaco se mezcla con el olor a sudor de varias semanas y a vómito. El ambiente irrespirable y la tenue luz que ofrecen un par de bombillas me recuerdan los barracones del campo de concentración de Argeles Sur Mer en Francia.

Apenas quedan un par de horas para que el barco atraque en el puerto de Almería, y diez o doce para que llegue al pueblo del que salí siendo un niño hace siete años. Pese al calor asfixiante un escalofrío me recorre el cuerpo y mi respiración se acelera. Yo, que ha bailado con la muerte, que tengo la boca impregnada por el sabor de la sangre durante todo el tiempo que viva, que he visto llorar como niños a hombres que me doblaban la edad, no he sabido hasta hoy lo que es el miedo.

Regreso sólo. Aquellos que partieron conmigo, entre ellos mi hermano y un primo, descansan en las cunetas o en tumbas sin nombre al otro lado de la frontera. Regreso a unas tierras que eran yermas antes de que los jóvenes las abandonásemos para salvar el mundo. Ilusos. Volveré a ver a unos padres que ya eran viejos antes de mi partida y, sobre todo, volveré a verla a ella. Me toco el pecho. Meto los dedos índice y medio y atrapo el paquete que guardo en el bolsillo. Mi bien más preciado.

Envueltas en un pañuelo custodio dos cartas, las únicas que me han llegado durante siete años. Son hojas con palabras inocentes, que hablan del pueblo, de mis padres, de largas noches de invierno, de cosechas pobres y de madres que mueren de amor. Pero también son palabras vertiginosas como meteoritos que acarician como copos (1), que me han mantenido alerta, expectante y, sobre todo, vivo. Las firma Ángela. ¿Qué será de ella? ¿Habrá puesto como yo todos sus ruegos y sueños en aquel inocente beso de la puerta de la ermita? Leo las cartas una y otra vez hasta llegar a puerto. La paz que me han dado durante todo este tiempo se transforma ahora en angustia y desesperación. No imagino una vida si no es con ella.

Cuando llego a Almería no puedo esperar al siguiente autobús de línea. Hasta la mañana siguiente no sale ninguno. Encuentro un camión que reparte salazones por los cortijos de la sierra que puede dejarme a catorce kilómetros de mi pueblo. Durante el trayecto apenas intercambio un par de frases con el repartidor. La guerra le ha quitado un hijo y no hay muchas cosas más de las que hablar.

Me despido del hombre y salto del camión detrás del petate. Empiezo a correr y no me detengo hasta que un bache del camino hace que ruede por los suelos. Me sacudo el polvo y vuelvo a tocarme el pecho. El paquete sigue en el bolsillo, al lado del corazón. Mientras recupero el aliento, acaricio el pañuelo hasta llegar a las letras bordadas que hay en la esquina. A.V. Reanudo la marcha, más pausado, más tranquilo.

Veo en la distancia las primeras casas. Y siento el olor; a espliego y romero, a almendros, a tierra. En una era hay una mujer faenando con la hoz. Me acerco a ella. Está cantando. Al oír los pasos calla y se gira asustada, apretando con fuerza el mango de la hoz. Mira mis ojos y relaja los dedos. Avanza, primero despacio, después desbocada. Me alcanza. Nos damos un abrazo, ya para toda la vida. Eterno.

"… los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo" (2)

(1,2) Fragmentos del cuento El sexo de los Ángeles, de Mario Benedetti