Silvia, una boda y cien funerales

Silvia se ha propuesto dar con el chico con quien casarse a través de Badoo. Igual lo consigue, pero en el camino dejará a más de una víctima en la cuneta.

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Solía lucir perilla, una sombra de barba poblada oscurecía buena parte de la piel de su cara, incluso recién afeitado. Tenía ojos grandes, oscuros, un pelo muy negro peinado en punta, y era delgaducho, escurridizo. A Silvia le llamó la atención porque Jonathan era guapo, un catalán metropolitano curtido en la obra. Allí trabajaba, en la empresa de su padre, desde que descubrió que entre andamios podía ganar un pastón sin ir a clase. Todo eso, claro, antes de que el ladrillo tocara el techo y la casa se le viniera también a él encima.

Silvia contactó con Johny a través de Badoo. El chico vivía en Sant Boi, en el barrio de la Ciutat Cooperativa, en el extrarradio del extrarradio. Tal vez Johny no era un maestro de la expresión oral. Y puede que tampoco de la escrita. Pero qué demonios importa eso si se es buena gente.

Para la primera cita con Silvia, aquel ser instintivo y con dos pendientes de chapa colocados destelleantes en las perillas de las orejas, la citó en su barrio, allí en la Cope, justo en su pub favorito, llamado El sombrero, un sitio cutrón a más no poder.

Cuando él la vio venir, tuvo la seguridad de que aquella era la chica de sus sueños. Una princesa rubia, femenina, preciosa y fiel a los buenos andares aún con tacones. Jonathan enseguida descubrió también la dulce voz de Silvia. Y el pobre, años después, aún sigue abducido, porque Silvia era una chica definitivamente fuera de lo común para él.

Aunque los besos en la mejilla fueron de rigor, la primera impresión entre ambos resultó buena, y la oscuridad que reinaba en el interior de El Sombrero se convirtió por un momento en luz cuando la pareja abrió la puerta que daba acceso al local. Jonathan había conseguido que Silvia entrara en su mundo.

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